El toro asesino

¡Yo era un toro asesino muy grande y muy malo! No me agradaba la gente, en especial los que saltaban la cerca para meterse a mi casa. Pensaban que podían caminar sobre el pasto que yo comía sin que me molestara. ¿¡Qué harían ustedes si un desconocido entrara a su casa y pisara toda su comida!? Les contaré lo que hice: una vez maté a un hombre por caminar en mi campo.

Yo era tan malo que tuvieron que llevarme a otra casa que estuviera lejos de la gente, pero no me importó con tal que me dejaran en paz. ¿No les parece que de verdad necesitaba al Señor en mi vida?

Un día, mientras intentaba descansar en mi nuevo campo, vi que un hombre saltó la cerca y entró a mi prado. Por todas partes había letreros advirtiendo a la gente que se alejara, pero ¡este hombre debió ignorar cada uno! ¡Me enojé muchísimo!

Al principio me escondí detrás de unos matorrales de roble para que no me viera. Esperé a que se acercara lo suficiente, para levantarme. Quería asegurarme de que no escapara. En cuanto estaba como a seis metros de mí, me paré muy rápido, agaché mis grandes cuernos hacia el suelo y bramé lo más fuerte que pude. Empecé a escarbar la tierra y me preparé para embestirlo. Sabía que ya no podía escapar. No había ningún árbol o valla cerca de donde pudiera correr para esconderse y además no llevaba su arma.

Así que salí a correr con todas mis fuerzas, directamente hacia donde estaba el hombre, con mi cabeza agachada y mis cuernos apuntando en su dirección. Iba a matarlo. En seguida me di cuenta de que este hombre no era un cobarde, ¡pues no se volteó ni huyó como los demás! Él se mantuvo firme como un hombre, listo para enfrentar su muerte. ¡Ni siquiera tenía miedo! De repente ocurrió algo muy extraño. Cuando estaba a solo dos metros de matarlo, sentí algo que nunca había sentido. Extendí las patas y me detuve lo más rápido que pude. ¡Entonces este hombre empezó a hablarme! Nunca antes habían intentado hablarme. Dijo:

“Ahora, creatura de Dios, yo soy el siervo de Dios. Me dirijo a orar por un hombre enfermo, que está muriendo por aquí. Y crucé este campo, el cual es tu hogar; siento haber entrado en tu casa”. Eso fue lo que hice. Me metí en su casa. Ese es el único hogar que conoce. Pues ahora pónganse a pensar; eso es cierto. Dije: “Me—me entré a tu casa. Me metí en tu lugar. Lo siento. Perdóname. Voy a cruzar el campo; no te—te molestaré”. Y dije: “Ahora, en el Nombre de Jesucristo, nuestro Creador, ve allá y acuéstate de nuevo. No te molestaré”.

Lo observé. Miré a mi alrededor. No sabía qué pensar. De inmediato me tranquilicé por completo, di unos pasos y me recosté. Ese hombre pasó a menos de dos metros de mí y ni siquiera me di la vuelta ni lo volví a mirar. Lo dejé cruzar mi prado para que orara por el enfermo.

Ese día el Señor me trasformó de un toro asesino malvado a una nueva creatura llena de Su amor. ¿Qué fue? ¿Qué ocurrió cuando entré en la presencia de ese hombre? ¡Fue el amor perfecto lo que me cambió!

    
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